«Los amantes del fin del mundo». Reseña del libro de Francisco J. Fernández-Cruz Sequera a cargo de nuestro también autor Carlos X. Blanco

Carlos X. Blanco | 03/02/2022

El lector encuentra en este primer volumen de Los amantes del fin del mundo una amena y erudita historia de lo hebreo que culmina, en sus capítulos finales, con una historia del fenómeno, mucho más reciente, del cristianismo sionista.

El autor, Francisco J. Fernández-Cruz Sequera, escribe de forma muy docta sobre lo hebreo, entidad histórico-cultural sumamente compleja y que no se deja reducir, en modo alguno, a una raza, un pueblo, etnia o nación, confesión religiosa o cosmovisión. Quien esto les escribe se confiesa intelectualmente desconcertado ante esa entidad y, desde estas breves líneas, sólo desea animar al lector a que se zambulla en las páginas eruditas y bien organizadas de esta obra para que así adopte su propio criterio. El autor de la obra, lejos de cualquier apasionamiento o toma de postura apriorista o ideologizada, va desgranando esta entidad histórico-cultural compleja y sumamente peculiar que es «ser hebreo».

Como europeos formados, en su mayoría, en la tradición cristiana, esta entidad, esta forma peculiar de vivir, de sentir, de rezar, que es la de los hebreos, nos resulta, a un tiempo, muy familiar pero también enigmática. El cristiano sabe que su Salvador ha venido, y lo que ha hecho no es negar la ley de Moisés, sino elevarla y potenciarla en un grado tal que ningún judío puede entender ni sospechar. El cristiano sabe que el fondo escriturístico y ritual de su confesión, el monoteísmo de base, y la propia naturaleza humana del Jesús histórico, es todo ello judaico de principio a fin.

Pero el cristianismo, que Europa convirtió en su fe durante siglos, rebasa y desborda lo hebreo y hasta llegó a enfrentarse a ello. En la actualidad, y no siempre con intenciones neutrales en lo ideológico, tiende a emplearse una palabra compuesta, hecha de dos sintagmas, «judeocristiano», para forjar como un frente común ante supuestos o reales enemigos de religión o cosmovisión. No es nada inusual, entre intelectuales, académicos, periodistas, el empleo del término «tradición judeocristiana», cuando se trata de confrontarla a la de los mahometanos, los neopaganos o los ateos. No es objeto de estas líneas analizar lo oportuno de tal acumulación de sintagmas («judeo» y «cristiano»), cuando la historia de los últimos dos mil años nos habla de recelos y violencias entre comunidades judías y cristianas. Pero sí estamos obligados a insistir (dejando a un lado consideraciones teológicas, en las que no me veo competente) en la propia falta de homogeneidad o unidad interna en cada uno de los términos o entidades: lo hebreo y lo cristiano.

En cuanto a lo hebreo, no debo hacer otra cosa salvo remitirles al propio libro de Fernández-Cruz Sequera. La cuestión de qué significa ser hebreo es tan compleja que hace falta seguirle la pista desde los mismos albores de la historia. Es la historia de unos pueblos, quizá no uno solo, muy antiguos, cuya etnogénesis se vuelve muy oscura. Pueblos posiblemente semitas, aunque hay otras hipótesis científicas, nómadas muy rudimentarios, de poca potencia demográfica en sus inicios, y con una trayectoria militar muy poco lucida en comparación con la de vecinos mucho más fuertes y organizados. En el entorno árido en que se movieron, a estos pueblos asiáticos les toco pasar, como es sabido por la «Historia Sagrada», por amargos momentos de cautiverio y miseria.

Friedrich Nietzsche, filósofo muy oscilante, en ocasiones ponía por las nubes la capacidad de resistencia o voluntad de poder de los judíos, que él alabó, muy lejos del anti-semitismo que se le atribuye con trazo grueso, pero también elaboró toda una teoría psicológica del resentimiento que muchos seguidores del filósofo alemán pudieron aplicar de forma mecánica al «judeocristianismo»: una persona, igual que un pueblo, dotada inicialmente de una enorme voluntad de poder, ante sus fracasos (y es evidente que la historia de los llamados hebreos o judíos estuvo plagada de fracasos), desarrolla 1) un veneno, una bilis que internamente corroe, deforma el alma, le resta nobleza, 2) un mecanismo compensatorio, una «alternativa», como puede ser, ante la impotencia guerrera, ante la falta de dominación directa (político-militar), lograr poderío por medio del dinero o de otras influencias subterráneas (poder en la sombra), y 3) una psicología torturada que busca la destrucción del otro no por medio del combate directo sino por «perversión» de sus tendencias propias, perfectamente conocidas por parte del envenenador. Ciertamente, a Nietzsche le interesó más atacar al cristianismo que al propio judaísmo, y cometió la gruesa simplificación de ver en el cristianismo, de manera directa y demasiado lineal, a) una simple continuación del judaísmo, y b) una prolongación del pensamiento de Sócrates y de Platón, un ascético «neoplatonismo para las masas».

Históricamente las tesis de Nietzsche no se sostienen, no obstante haber sido muy influyentes. Del filósofo germano hemos de quedarnos con algunas intuiciones psicológicamente muy penetrantes a cerca de la psicología de resentimiento, como ya hemos dicho, así como con su inestimable concepto de «voluntad de poder». Qué duda cabe que la voluntad de poder es mayor o menor en los distintos pueblos e individuos, y que resulta una noción mucho más rica y envolvente que las de orden meramente evolucionista: adaptación al medio, selección de los más aptos, etc.

Dotado de una visión morfohistórica mucho más amplia, no circunscrita a la época clásica y la Europa cristiana, la visión spengleriana es mucho más poderosa para emprender un acercamiento a «lo hebreo», a lo «judeocristiano, así como al cristianismo mismo. Spengler, que no fue racista ni racialista, situó el factor biológico como una «parte material» de toda cultura o civilización. Mucho más importante en su filosofía fue la génesis y evolución de un alma colectiva que nace en un determinado paisaje ancestral (Heimat). La sangre contribuye materialmente a una forma única, un alma de un pueblo, alma colectiva que recibe las primeras impresiones de ese paisaje. El alma de un pueblo se desarrolla luego en paisajes distintos a tenor de las emigraciones, las invasiones, los trasplantes. Esa alma lleva muy en lo hondo las impresiones primigenias recibidas, aunque con el paso de las generaciones éstas sean difícilmente expresables con palabras.

Así, por ejemplo, los griegos clásicos del Partenón llevan la imagen de los troncos del bosque, devenidos en columnas de mármol, la cabaña rectangular de madera en un bosque ancestral. Así también, los repobladores medievales del llano castellano y del valle andaluz, llevaban en su alma «los nidos de águila» de la Cordillera Cantábrica, de donde bajaron, cuando empezaron a pelear y arar en la meseta y hacer la Reconquista para expulsar al moro.

¿Qué imágenes primigenias pudieron llenar el alma de aquellos hebreos más antiguos? No lo sabemos. Sabemos cómo era su paisaje: árido. Conocemos su vida: nómada durante mucho tiempo. Hay constancia de sus vecinos: politeístas y muy diversos entre sí. De entre la muchedumbre de aquellos pueblos del Levante, sólo brillaron los imperios. El destino de los pequeños pueblos, como los judíos, de escaso potencial demográfico y militar era gris, cuando no oscuro: desaparecer exterminados, ser absorbidos, fundirse con los vecinos, formar una casta de siervos dentro de una unidad étnica mayor y dominante. Y aunque los hebreos primitivos conocieron todos estos procesos, en su interior anímico fue surgiendo un exclusivismo, un sentimiento de superioridad, una voluntad de poder exacerbados. Y sorprendentes dada su realidad material tan pobre.

Dada la mediocridad de sus antecedentes históricos, su pasado politeísta y su escaso patrimonio cultural propio, apenas diferenciable del de sus vecinos, sorprende el poder de que han sentido investidos por su alianza con Yahvé. El paso del politeísmo «natural» en su región hacia el más estricto monoteísmo, y el poderío de una casta sacerdotal que imprimió su sello a todo el pueblo (algo que Nietzsche analizó bien), fueron fenómenos muy complejos y el autor de este gran libro los va desgranando bien.

La parte realmente curiosa, apasionante, y muy desconocida aquí, en los países de tradición católica, es la destinada al análisis del llamado cristianismo sionista. Aunque hay antecedentes, es en los tiempos de la Reforma Protestante cuando arranca con toda su fuerza este movimiento. En los sectores más puritanos del cristianismo reformado de la época moderna (siglos XVI y XVII), con especial influencia del calvinismo dentro de la Inglaterra anglicana (que se dejó infectar en varias pulsaciones por las herejías puritanas), surge la conciencia fantástica de considerar un determinado pueblo, por ejemplo, el pueblo inglés y, después, el pueblo yanqui, como «pueblo elegido». De esta manera se reproducía el esquema altamente exclusivista, megalomaníaco, de tomar la propia colectividad humana como estirpe predilecta de Dios, llamada a dominar el mundo y a imponerle una determinada concepción religiosa o cosmovisional.

La Inglaterra protestante fue, no lo olvidemos, la Inglaterra de la piratería. La legalidad de los mares, que correspondía al dominio hispano-luso, dominio imperial, fue minada por el poder pirático inglés. La esclavitud sin freno, incluida la esclavitud de los blancos por el mero hecho de ser pobres, irlandeses o católicos en general, fue una de las grandes «aportaciones» olvidadas de los ingleses puritanos y anti-españoles. Las bases de cuanto sería el gran imperio que dominara el mundo tras las ruinas del luso, el español y, parcialmente, del francés, se sentaron con esta mezcla de bandidaje y superioridad racial y puritana, la del cristianismo sionista (los ingleses llegaron a delirar considerándose una de las tribus perdidas de Israel y llamándose «pueblo elegido»). Mientras en España contábamos con las mejores lumbreras de la Escolástica, eximios juristas, teólogos y filósofos, todos ellos seguidores de Aristóteles, Santo Tomás o Suárez, y, por tanto, continuadores de la tradición racional del los helenos, en la Pérfida Albión se desarrolló la locura milenarista y la avaricia capitalista.

Barcos cargados de puritanos cruzaron el Atlántico y en una Inglaterra fanática trasplantada en América del Norte prolongaron el milenarismo, la idea no ya de un gobierno «católico» (universal) del mundo, fundado como se quiso fundar desde Las Españas, en la racionalidad grecorromana y en la escolástica aristotélica y la fe católica, sino fundado en la supremacía de un pueblo sobre los otros, un pueblo llamado a ser el más puro, el preferido de Dios, el emisario del Cielo sobre la Tierra y el llamado a instalarse en una Tierra de Promisión en la cual sobran todos los no elegidos, los no llamados.

Que en la política anglosajona (tanto en las Islas Británicas como en América) el lenguaje viene marcado por la sobreabundancia de citas bíblicas, y que en el mundo protestante se ha entremezclado la plutocracia con el más ridículo de los puritanismos, es algo que en nuestro ámbito cultural no nos sorprende: «son así», decimos con una sonrisa burlona. Y, sin embargo, ellos, que son así, aún rigen los destinos del mundo. Hay un eje ideológico y cosmovisional entre Washington, Londres y Jerusalén que es una realidad geopolítica que se va a resistir a morir, pese a su irracionalidad, y es un eje en el que Europa, a fecha de hoy, constituye una mera comparsa.

En ese eje sí hay un «judeocristianismo» que no es el de unos supuestos valores elevados que deben preservarse, sino el de un poder muy exclusivista, megalomaníaco, milenarista que se arroga derechos divinos por encima de los demás pueblos y creencias. La exposición del autor, hecha de forma desapasionada, detallada, muy parca en valoraciones de hechos históricos, es de grandísima utilidad para reconstruir esa continuidad. Y para poder hacerlo críticamente, pues así como la entidad “hebreo” es polifacética (raza, etnia, nación, estado, cultural, credo…) también lo es la de cristiano si nos salimos del ámbito católico: ¿hay unidad en los cientos, quizá miles de «denominaciones» (sectas) del cristianismo que bullen en los Estados Unidos y que, desde allí se exportan a Iberoamérica y Europa?

Más allá de colonizarnos también espiritualmente para así dominarnos mejor, las tales «denominaciones» (muchas de raíz evangelista y otras de difícil caracterización) ¿serán otra cosa que instrumentos del poder plutocrático que, a la postre, siempre mata en nombre de ídolos, tomando el nombre de Dios en vano?

Tomar un trozo de tierra y entregárselo a una entidad humana de difícil precisión étnico-histórica, como es la hebrea, por más que lo bendiga la ONU, no puede dejar de estar henchido de consecuencias: gitanos, kurdos, saharauis, etc. son grupos humanos que bien pueden acreditar una identidad fuerte en muchos sentidos, maltratada por vecinos y dominadores y, sin perjuicio de viejos hábitos nómadas, podrían reclamar su «Tierra Prometida». Visto desde otro ángulo: si en lugar de etnias habláramos de credos, utópico sería volver a llamar a nuestra Europa Cristiandad, habida cuenta de su islamización y secularización galopantes. Pero sí se ha creado un Estado «occidental» sólo para los hebreos. Revisar la historia y permitir nuevos Estados a resultas de una determinada entidad etno-cultural cuando menos cuestionable siempre tiene un coste en muertos. De ahí que debamos estudiar y conocer, que es lo que ha hecho Fernández-Cruz Sequera en su valioso libro.

Francisco J. Fernández-Cruz Sequera: Los amantes del fin del mundo: El movimiento cristiano-sionista. Editorial EAS (Mayo de 2020)

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