NUNCA DIGAS MAIA: UNA HIPÓTESIS SOBRE LA CAUSA DEL EXILIO DE OVIDIO Y SOBRE EL NOMBRE SECRETO DE ROMA. (Parte I)

Interesante artículo de nuestro autor Felice Vinci, escritor de la obra HOMERO EN EL BÁLTICO, publicado en la importante revista francesa «Eléments» y en Symbolos, revista internacional de arte, cultura y gnosis.

SYMBOLOS Revista internacional de  Arte – Cultura – Gnosis  
NUNCA DIGAS MAIA.
UNA HIPÓTESIS SOBRE LA CAUSA DEL EXILIO DE OVIDIO
Y SOBRE EL NOMBRE SECRETO DE ROMA.
(En el bimilenario de la muerte del poeta).*

FELICE VINCI · ARDUINO MAIURI.
1ª parte.

Edición original en italiano en
revista Roman Notes of Philology (2017).

1. La definición del problema, entre consideraciones astronómicas e histórico-religiosas. Dos mil años después de la muerte de Ovidio, la razón real de su exilio todavía se desconoce. En esta breve profundización se intentará desarrollar una hipótesis, que a su vez quizás podría arrojar luz también sobre otro célebre enigma del mundo romano: el nombre secreto de Roma.
En el momento de la condena por parte de Augusto, Ovidio estaba ocupado en la escritura de los Fastos, obra que tenia que incluir doce libros en total, uno por cada mes del año. Se trataba, en esencia, de un poema etiológico y de antigüedades en dísticos elegíacos, cuya finalidad era tratar las fiestas, los ritos y las costumbres de la tradición romana.1 Sin embargo al poeta, llegado al libro sexto, en el 8 d.C. le fue impuesta una imprevista orden de destierro a Tomis, en la costa occidental del mar Negro, hecho que interrumpió abruptamente su labor, como él mismo documentó en los Tristia:
y esta obra, escrita poco ha en tu nombre, César, y dedicada a ti, se ha visto interrumpida por mi destino.2
En definitiva, cuando fue obligado a dejar Roma, Ovidio seguramente había tratado sólo los meses de enero a junio. Por tanto, podría ser lícito suponer que hubiera una relación entre la inesperada condena y lo que el poeta acababa de escribir.
Una confirmación de esto parece poder encontrarse en una sibilina expresión de los Tristia (Es el final lo que me pierde).3
Un poco más adelante en el texto el autor hace referencia también a una equivocación suya (error) y a un escrito (carmen):
Concedamos que me han perdido dos delitos: un poema y un error; sobre la culpabilidad del segundo es mejor que calle.4
Una confesión importante, que sigue a poca distancia otro importante indicio:
Su clemencia en la asignación del castigo fue tan grande que resultó ser más suave de lo que yo me temía. La vida se me concedió y tu cólera se detuvo más acá de la muerte, ¡Oh Príncipe que has usado tan parcamente tu poder! 5
Se trató, pues, de un crimen punible con la muerte, pero que Augusto habría conmutado por el exilio, presumiblemente a condición de que el reo no revelara la verdadera razón de la medida tomada (sobre la culpabilidad del segundo es mejor que calle).
Considerando estas premisas, quizás convendría buscar algún indicio del error del poeta –grave al punto de merecer la pena capital, y al mismo tiempo no revelable– precisamente en los Fastos, en particular en los últimos libros, compuestos poco antes de la imprevista condena. Examinándolos atentamente en busca de alguna pista, de una anomalía que pueda servir como punto de partida para la búsqueda, se nota que, al principio del quinto libro –en el cual el poeta resume las posibles etimologías del nombre de mayo– en cierto momento la musa Calíope se detiene sobre los antecedentes de la fundación de Roma, citando como causa la constelación de las Pléyades:
Hace mucho tiempo Océano, el que con sus límpidas aguas rodea toda la extensión de la tierra, se había casado con Tetis, una de las Titánidas. Pléyone, nacida de esta unión, contrajo matrimonio con Atlas, el sostenedor del cielo y, según se cuenta, fue madre de las Pléyades. Dicen que una de ellas, Maya, superaba en belleza a todas sus hermanas y compartió el lecho con el excelso Júpiter. En las cumbres de Cilene, abundante en cipreses, dio a luz a aquel que con alado pie atraviesa los etéreos caminos. A éste le rinden el culto debido tanto a los Arcades, como el Ladón de rápido curso y el extenso Menalo, país que se considera más antiguo que la Luna. Desterrado por los Arcades, había arribado Evandro a los campos latinos, trayendo consigo a los dioses que había embarcado en su compañía. En este lugar en que hoy se levanta Roma, capital del mundo, no había entonces más que arboles, pastizales, unos cuantos rebaños y algunas desperdigadas cabañas. Pero su madre, dotada de poderes proféticos, tan pronto como llegó a estos parajes, dijo: “Deteneos, porque este campo será un día la sede de un imperio.” El héroe nonacrio se somete a la profecía de su madre y se detiene allí como huésped en una tierra extranjera. Muchos son los cultos que enseñó a las gentes de aquellos lugares, pero en especial el del bicorne Fauno y el del dios de alados pies.
A ti, Fauno semicaprino, es a quien rinden culto los Lupercos ceñidos de taparrabos, cuando con sus correas de cuero van purificando las calles abarrotadas de público. Pero eres tú quién impusiste a este mes el nombre de tu madre, tú, inventor de la curva lira, patrono de los ladrones. Y no es esta la única prueba de tu amor filial: se piensa que has dado a la lira siete cuerdas porque ese es el número de las Pléyades.

(Fastos, V, 81-106)
Ahora bien, en la literatura latina es del todo insólita, en un contexto que tiene que ver con los orígenes de la ciudad (porque este campo será un día la sede del imperio), la importancia que Ovidio atribuye a esta constelación, y precisamente a Maia, su estrella más representativa: en efecto, ni antes ni después de él nunca nadie hace referencia a Maia o a las Pléyades en relación con la fundación de Roma. La singular circunstancia, bastante sospechosa –téngase presente que el tema del nacimiento de la Urbe fue tratado por un gran numero de escritores, no solamente romanos, y tampoco Ovidio sobre un tema de tal envergadura se habría atrevido a inventar algo ajeno a la tradición– merece entonces ser estudiada: ¿el poeta había tratado imprudentemente un tema tabú que no habría sido lícito ni tan siquiera mencionar?
Aquí no se puede dejar de pensar en el caso de Valerio Sorano, que según la tradición habría sido condenado a muerte un centenar de años antes por haber revelado el nombre secreto de la ciudad:
Y, sobre todo, la mismísima Roma, cuyo segundo nombre es un sacrilegio pronunciar salvo en los arcanos de las ceremonias rituales. Rigurosamente escondido con la mejor y más saludable observancia, lo hizo público Valerio Sorano y enseguida sufrió castigo.6
La explicación de tanta severidad hacia los transgresores nos la ofrece el mismo Plinio7 en otro texto: los sacerdotes romanos, antes de asediar una ciudad, invocaban su nombre tutelar, prometiendo que en la Urbs habría de gozar de un culto igual, o mayor, si asistiese a los Romanos en el asedio. Por tanto, para evitar que los enemigos hicieran lo mismo, el nombre de la divinidad protectora –que a menudo se identificaba con el de la ciudad misma, como en el caso de Atenea–Atenas– tenía que ser envuelto por la máxima discreción.
Por otra parte, es razonable suponer que el nombre de esta misteriosa divinidad tutelar –la cual “nace junto con la ciudad”, como hace notar Giorgio Ferri8– tuviera que estar de alguna manera relacionado precisamente al mito de la fundación de la Urbe, lo cual nos llevaría de nuevo justamente a aquel arcano pasaje de Ovidio: merece, pues, la pena investigar sobre las Pléyades y sobre su posible relación con el mundo de Roma.
Las Pléyades son un magnífico y bien conocido cúmulo estelar en forma de carro. Las siete estrellas que lo componen están encerradas en un área del cielo que, vista desde la tierra, tiene el mismo tamaño del disco lunar.9 Ellas están ubicadas en la constelación de Tauro, a aproximadamente 440 años luz de distancia de la Tierra, y en realidad incluyen alrededor de tres mil estrellas, aunque a ojo es medianamente posible vislumbrar sólo una mínima parte de ellas: de seis hasta una docena, según las condiciones de visibilidad y la agudeza visual del observador. Se mencionan en las leyendas de muchos pueblos y su efigie se encuentra en el disco de Nebra, que ofrece la más antigua representación del cielo nocturno que haya llegado hasta nuestros días y que data al menos del 1600 a.C.10
Según la mitología greco-romana eran siete hermanas, hijas de Atlas y de la Oceánida Pléyone:
Alcione y Mérope, Deleno y Taigete, Electra y Estérope, junto a la venerable (“sanctissima”) Maia.11
Ahora bien, según una óptica arcaica, y considerando que, para enfrentar correctamente problemas como los que estamos tratando, “el enfoque racionalista es estéril sin el esfuerzo de empaparse de la mentalidad de la época y del pueblo en cuestión”,12 se puede presumir que también en este caso, como en muchísimos otros de la antigüedad, aquello que se consideraba sagrado en la tierra fuera un vivo reflejo de lo que aparecía en la bóveda celeste:13 una concepción análoga la encontramos también en la Jerusalén celeste, “que bajaba del cielo, procedente de Dios”, como dice el cap. 21 del Apocalipsis. De manera análoga se puede leer el hecho de que el nombre de la Pléyade Táigete, la cual engendró a Lacedemón con Zeus, corresponda perfectamente al del monte adyacente a Esparta: esto no sorprende, si se piensa que en la mitología griega estas figuras sobrenaturales se consideraban al mismo tiempo ninfas celestes y Oréades.14
Con respecto a la relación de las siete Pléyades con el lugar donde habría surgido Roma, como sugiere la Musa Calíope en ese singular pasaje de los Fastos, recordamos que el lugar en el que hoy se levanta Roma, se denominó Septimontium por los “siete montes” que más tarde la ciudad ciñó con sus murallas.15 El Septimontium no corresponde en realidad a las tradicionales Siete Colinas, ya que se refiere a una fase más antigua de la población: de hecho, durante la fiesta anual del Septimontium “se ofrecían sacrificios por los habitantes de las tres cimas del Palatino, los que habitaban las tres cimas del Esquilino y, en séptimo lugar, los de Suburra”.16 Aparte de las dificultades ligadas a la exacta definición topográfica del sitio, sobre la cual se discute desde la antigüedad17 pero que aquí reviste una importancia secundaria, la excepcional relevancia de la imagen es confirmada por el hecho de que, al agrandarse la ciudad, el cómputo fue propuesto de nuevo integralmente en las Siete Colinas, que aun hoy en día representan una especie de “marca de fabricación” de la Ciudad Eterna.
Es igualmente notable el hecho de que la definición final de siete podría derivarse de una esquematización, que consiste en la drástica reducción del número, al principio mucho más grande, de las alturas comprendidas en el territorio para nada plano que se extiende desde la orilla izquierda del Tíber a la altura del meandro ubicado justo debajo de la isla Tiberina. Esto puede llevar a creer razonablemente que el fin de tal simplificación, de otro modo incomprensible, pueda haber sido precisamente el de hacer corresponder su número total al número tradicional de las Pléyades. Es más, no sólo el número, sino incluso la disposición de las siete colinas sobre el territorio parece reflejar la ordenación general que muestran los correspondientes cuerpos celestes:

La correspondencia parece tan singular que surge la sospecha de que el mismo trazado de las Murallas Servianas pueda haber sido adaptado a la exigencia de adecuar, dentro de lo posible, el diseño del territorio de la ciudad en ellas contenido a la configuración de las siete estrellas, en el centro de las cuales se ubicaba, precisamente, la venerable Maia (sanctissima Maia): en particular a esta última corresponde la centralidad del Palatino, sobre el cual Rómulo había trazado el surco de la Ciudad Cuadrada.18 En definitiva, a medida que Roma se extendía sobre el territorio que comprendía las siete colinas, su desarrollo podría haber sido de alguna manera guiado –bajo la atenta vigilancia de los pontífices19– mediante una especie de “plan de ordenación urbana” inspirado en su modelo celeste (lo cual, en el mundo arcaico de los primeros reyes, muy diferente al nuestro, debía parecer un hecho bastante natural).
Llegados a este punto, habría que preguntarse si, en el famoso relato de la fundación, detrás del número de los pájaros divisados por Remo al acecho en el Aventino y por Romulo en el Palatino –respectivamente seis y doce (Remo ve seis pájaros; Rómulo, dos veces seis volando en perfecto orden20)– no se escondiera precisamente una sutil alusión al número de las Pléyades efectivamente visibles, que, como ya se ha dicho, puede variar entre estos dos extremos, según la situación meteorológica y la agudeza de la vista del observador. En verdad, las Pléyades en el mundo griego eran llamadas “palomas” (πέλεια) y en varias zonas de Italia son conocidas con el nombre popular de “gallinitas” (véase la extraordinaria imagen de Pascoli: “La Chioccetta per l’aia azzurra/va col suo pigolio di stelle”).21
En todo caso es ciertamente plausible que, partiendo del pasaje que Ovidio atribuye a Calíope, un romano con un cierto grado de instrucción, sorprendido por el inédito parangón propuesto por el poeta entre las siete estrellas y la fundación de la ciudad, pudiera ser capaz de deducir que la ciudad cuadrada trazada por el surco de Rómulo en el Palatino fuera consagrada a la diosa-estrella que la reflejaba en el cielo, o sea aquella sanctissima Maia que, no por casualidad, el poeta consideraba la más bella entre las Pléyades (Dicen que una de ellas, Maya, superaba en belleza a todas sus hermanas).22 De este modo, ella habría proporcionado a la futura capital del Imperio su protección y su mismo nombre; por otra parte, siempre según los Fastos, para los antiguos los astros seguían su trayectoria a lo largo del año; y sin embargo se estaba de acuerdo en creer que eran dioses.23
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NOTAS.
*La primera parte de este artículo que publicamos en el presente solsticio ha sido redactado materialmente por Felice Vinci, la segunda, que ofreceremos en la actualización de invierno, pertenece al Sr. Arduino Maiuri. Lo cual no quita que la contribución en su totalidad sea el fruto de una asidua obra de consulta, revisión y recomposición entre los dos autores, que se atribuyen la paternidad integral y conjunta.
1La bibliografía sobre los Fastos de Ovidio obviamente es interminable, por lo que aquí apenas podemos indicar algunas de las ediciones más significativas, para un acercamiento a las grandes problemáticas histórico-religiosas, filológicas e interpretativas que la obra plantea: Rudolph Merkel, P. Ovidii Nasonis Fastorum libri sex, Berolini, G. Reimeri, 18411 (Lipsiae, in aedibus Teubneri, 1850-18522; ibidem, 18843); Rudolph Ehwald, Friederich Walter Levy (Lenz), Fasti, Leipzig, Teubner, 1924 (Fastorum libri sex post R. Ehwaldium iteratis curis, ibidem, 19322); Carlo Landi, P. Ovidii Fastorum libri sex, Torino, Paravia, 1928 (ed. con Luigi Castiglioni, ibidem, 1950); sir James George Frazer, P. Ovidii Nasonis Fastorum libri sex, ed. with a transl. and comm. in five volumes, London, Macmillan, 1929 (rev. by George Patrick Goold, Ovid, Fasti, London-Cambridge Mass., Harvard University Press, 1989); Franz Boemer, P. Ovidius Naso. Die Fasten. Band I: Einleitung. Text und Übersetzung. Band II: Kommentar, Heidelberg, C. Winter, 1957-1958; Iohan-nes Baptista Pighi, Fastorum libri. I: Textus cum praefatione. II: Annotationes, Torino, Paravia, 1972-1973; Ernest Henry Alton, Donald Ernest Winston Wormell, Edward Courtney, Ovidius. Fasti, Leipzig, Teubner, 1978 (ibidem, 19852); Henri Le Bonniec, Ovide. Les Fastes, Paris, Les Belles Lettres, 1990; Robert Schilling, Ovide, Les Fastes, tome I (livres I-III) et tome II (livres IV-VI), texte ét., trad. et comm., Paris, Les Belles Lettres, 1993; Fabio Stok, Publio Ovidio Nasone. Opere, vol. IV: Fasti e Frammenti, Torino, UTET, 1999; Anthony J. Boyle, Roger D. Woodard, Ovid, Fasti, transl. and ed. with an introd., notes and glossary, Lon-don, Penguin Books, 2000. En los ultimos años se ha extendido la tendencia a prestar una consideración específica a libros concretos de la obra: cfr. Elaine Fantham, Ovid: Fasti Book IV, Cambridge, Cambridge University Press, 1998; Steven J. Green, Ovid, Fasti I. A Commentary, Leiden-Boston, Brill, 2004; R. Joy Littlewood, A Commentary on Ovid, Fasti Book VI, Oxford, Oxford University Press, 2006; Francesco Ursi-ni, Ovidio Fasti, 3: commento filologico e critico-interpretativo ai vv. 1-516, Roma, Spolia, 2008; Matthew Robinson, A Commentary on Ovid’s Fasti Book 2, ed. with introd. and comm., Oxford, Oxford University Press, 2011.
2Ov., Trist. II, 551-552. Recientemente se ha presesentado una hipótesis según la cual en realidad la obra no habría sido interrumpida, sino que la segunda parte podría efectivamente haber sido compuesta, para luego perderse definitivamente (cfr. Luigi Piacente, I Fasti di Ovidio opus ruptum, in Tanti affetti in tal momento, Studi in onore di G. Garbarino, a cura di Andrea Balbo, F. Bessone, E. Malaspina, Alessandria, Edizioni dell’Orso, 2011, pp. 677-683).
3Ov., Trist. II, 99.
4Ov., Trist. II, 207-208. Generalmente la critica ha relacionado el error del poeta con un escándalo de corte que habría visto implicada Giulia Minore, e il carmen con el contenido escabroso de los tres libros del Ars amatoria. Véanse, entre otros, Nino Salanitro, Contributi all’interpretazione dell’error di Ovidio, «Il Mondo Classico», XI, 1941, pp. 254-271; William H. Alexander, The culpa of Ovid, «The Classical Journal», LIII, 1958, pp. 319-325; Peter Green, Carmen et error: πρόφασις and αἰτίαin the matter of Ovid’s exile, «Classical Antiquity», I, 1982, pp. 202-220; más recientemente, Aldo Luisi, Vendetta-perdono di Augusto e l’esilio di Ovidio, en Amnistia perdono e vendetta nel mondo antico, a cura di Marta Sordi, Milano, Vita e pensiero, 1997, pp. 271-292 (max. pp. 276 ss.); Idem, Culpa silenda: l’error politico di Ovidio, «Classica et Christiana», IV, 2009, pp. 295-306. Los estudiosos tienden a enfatizar el carácter político de la responsabilidad de Ovidio, relacionándola con una posible imputación de la maiestas por daños de la domus Augusta, según la consideración que el hecho tenía durante el principado de Augusto. (cfr. Richard Alexander Bauman, The crimen maiestatis in the Roman republic and Augustan principate, Johannesburg, Witwatersrand University Press, 1970; Idem, Impietas in principem: a study of treason against the Roman emperor with special reference to the first century A.D., München, Beck, 1974). Otra constante que se sigue uniformemente ha sido la de mantener separada la distinción entre las dos causas, el error constituyendo más bien un crimen linguae, el carmen, en cambio, una expresión incómoda. En todo caso, la cuestión queda abierta y controvertida, y quizás uno de los motivos de mayor originalidad de la nueva hipótesis de lectura ofrecida en estas páginas consiste justamente en el intento de reunir los dos aspectos, tradicionalmente divididos, en una perspectiva exegética unitaria.
5Ov., Trist. II, 125-128.
6Plin., Nat. Hist. III, 65. En realidad sobre este tema ha arrojado luz, recientemente, Giorgio Ferri, Valerio Sorano e il nome segreto di Roma, “Studi e Materiali di Storia delle Religioni”, LXXIV, 2007, pp. 271-303, destituyendo de fundamento la tradición antigua. De hecho, según el estudioso, las razones reales del asesinato del hombre deberían ser atribuidas exclusivamente a su pertenencia a la facción mariana.
7Plin., Nat. Hist. XXVIII, 18.
8Giorgio Ferri, Tutela Urbis, Il significato e la concezione della divinità tutelare cittadina nella religione romana, Stuttgart, Steiner, 2010, p.224. La obra ofrece una importante panorámica actualizada sobre el tema en cuestión, recogiendo también (cap. 12) las diferentes hipótesis propuestas acerca del nombre de la divinidad desconocida que velaba por Roma.
9Josef Klepešta, Antonin Rükl, Le Costellazioni. Atlante illustrato, Milano, Teti, 1976, p. 246.
10Hallado en el verano del 1999 en una cavidad rocosa ubicada en el monte Mittelberg, en los alrededores de la pequeña ciudad de Nebra (Saasonia-Anhalt, Germania), esta importante manufactura de bronce ha estimulado desde el primer momento la curiosidad de la comunidad científica. Representa una media luna, con un círculo al lado, que podría representar tanto el sol como la luna llena (en todo caso un cuerpo celeste), junto a un grupo de estrellas que han sido interpretadas como las Pléyades: cfr. Josef M. Mayer, Die Himmelspferde von Nebra und Stonehenge. Astronomie und Mythos in der Bronzezeit, Gräfel ng, Mantis, 2015.
11Cic., Arat. 270-271. Nótese, de paso, la solemnidad del superlativo, que se adapta perfectamente al festejo de una suprema dignidad religiosa.
12Giorgio Ferri, Tutela Urbis, cit. p. 219.
13El concepto se encuentra expresado, por ejemplo, en la Tabula Smaragdina, tradicionalmente atribuida a Hermes Trismegisto: Quod est inferius, est sicut quod est superius (§ 2).
14Cfr. André Baudrillart, s.v. Pleiades, in Charles Victor Daremberg, Edmond Saglio, Dictionnaire des Antiquités Grecques et Romaines, IV.1 (N-Q), Paris, Librairie Hachette et Cie, 1905, p. 509.
15Varro, Ling. Lat. V, 41.
16Georges Dumézil, La religione romana arcaica. Miti, leggende, realtà della vita religiosa romana con un’appendice sulla religione degli Etruschi, ed. it. e tr. a cura di Furio Jesi, Milano, Rizzoli, 1977, p. 27 (ed. or. La religion romaine archaïque, suivi d’un appendice sur la religion des Étrusques, Paris, Payot, 1966).
17Status quaestionis actualizado en Francesca Fulminante, The Urbanisation of Rome and Latium Vetus: from the Bronze Age to the Archaic Era, New York, Cambridge University Press, 2014, pp. 75 ss. La estudiosa ilustra la gradual ampliación del área del originario Trimontium al sucesivo Quinquimontium, hasta el Septimontium de época protohistórica. A pesar de algunas recientes reconstrucciones inspiradas por una fe “positivista” en los recursos de la arqueología (nos referimos en particular a las varias contribuciones de Andrea Carandini sobre el tema, que pueden ser sintetizados, por ejemplo, en el reciente La fondazione di Roma raccontata da Andrea Carandini, Roma-Bari, Laterza, 2013), es necesario subrayar la permanente, extrema dificultad de pronunciarse con un cierto margen de fiabilidad sobre un tema tan intricado como el de los orígenes de los primeros núcleos poblados en el área que en época histórica habría hospedado a la futura ciudad de Roma.
18Se puede ver una cierta correspondencia, no sólo por el nombre, sino también por la posición, entre la colina del Celio y la Pléyade Celeno.
19Al summum collegium de los pontífices se otorgaba el poder de validación y vigilancia sobre todos los ritos religiosos (Cic., dom. 104), en cuanto antistites caerimoniarum et sacrorum. En particular el pontifex maximus, que tenia que ser elegido con votación unánime y mandato vitalicio, recibía los mayores honores, disfrutando de los mismos privilegios concedidos a los reyes en época monárquica: por ejemplo, residía en su vivienda oficial, la Regia, ubicada en el interior del Foro, y era escoltado por los lictores. Custodios de las más antiguas tradiciones religiosas y jurídicas del pueblo romano, estos sacerdotes tenían por tanto una posición de prestigio en el campo teológico, lo que se traducía en el control de toda la ordenación cultual, incluida la selección de los nuevos ritos a realizar más allá de las fronteras. Además el pontifex maximus ejercía su primacía también sobre flaminios y vestales, y no se limitaba a un simple ministerium religioso, extendiendo positivamente su radio de acción también a los ámbitos político y civil: de hecho, entre sus competencias estaba incluida la codificación, la ratificación y la oficialización de los hechos dignos de memoria tanto en el plano religioso (como la transcripción de los nombres de las divinidades y de las oraciones, en los Libri sacerdotum populi Romani o Annales pontificum) como en otros (los Annales maximi, o sea el registro de los hechos principales acaecidos en la ciudad, y los Fasti consulares, o sea los elencos de la magistratura). Este enorme caudal de noticias, cuya veracidad era garantizada precisamente por el imprimatur pontifical, constituyó una de las primeras formas de documentación preliteraria de la lengua latina y por su auctoritas fue tenida en gran consideración por los historiadores posteriores.
20Ov., Fast. IV, 817.
21Giovanni Pascoli, Il gelsomino notturno, 15-16.
22Ov., Fast. V, 85-86.
23Ov., Fast. III, 112.

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