Una entrevista de Fernando José Vaquero Oroquieta
Jesús Sebastián-Lorente, autor del libro Los Vikingos de la Edad del Bronce: «Los indoeuropeos tienen un origen nórdico»
Fernando José Vaquero Oroquieta entrevista a Jesús Sebastián-Lorente sobre su último libro, titulado Los Vikingos de la Edad del Bronce. Origen y etnogénesis de los pueblos indoeuropeos de Europa (editorial Eas, 2022).
El título de su libro, Los Vikingos de la Edad del Bronce, utiliza un evidente símil con finalidad literaria. ¿Cómo establece este paralelismo entre poblaciones distantes entre sí en al menos 3000 años?
En efecto, he utilizado este paralelismo con fines casi literarios en el título del libro por la gran atracción que rodea al mito de los vikingos, aunque precisando después, en el subtítulo, la materia concreta objeto del libro. Pero comparar a los indoeuropeos de la Edad del Bronce con los vikingos de la Edad del Hierro tardía no es una simple ficción literaria.
Como varios historiadores ya han señalado, la era vikinga, caracterizada por las prácticas piráticas de los germanos escandinavos (francos, anglos y sajones en el mar del Norte, godos y hérulos en el mar Negro, hasta el punto de que Lucien Musset los denomina como “previkingos”), comenzó mucho antes de finales del siglo VIII, fecha en la que habitualmente se sitúa su inicio. De hecho, las incursiones por mar tenían en el mundo nórdico una tradición de varios milenios. Posteriormente, entre los siglos VI y VIII, la era denominada de Vendel en Escandinavia se caracterizó por una fuerte expansión de estas prácticas que, finalmente, daría lugar a la era propiamente vikinga. Pero estas prácticas las encontramos también en plena Edad del Bronce (entre 3000 y 1200 a.C., para situarnos cronológicamente), con ejemplos tan notorios como los griegos y los denominados “Pueblos del mar”, pero también como algunas tribus germánicas, célticas e ilíricas.
El especialista Kristian Kristiansen, por ejemplo, compara los fundamentos estructurales de la sociedad de la Edad del Bronce y de la Era Vikinga para explorar sus semejanzas. Su hipótesis se fundamenta en que las sociedades de la Edad del Bronce y de los Vikingos representan un desarrollo evolutivo estructuralmente similar desde un tipo de jefatura menos compleja hacia una sociedad más centralizada de tipo preestatal, además de la concurrencia de varios factores: nuevas tecnologías marítimas que permiten la expansión de las redes comerciales; presión demográfica y falta de tierras para los jóvenes guerreros/hijos sin herencia que conducen a la formación de bandas de guerra que se dedican a las incursiones/comercio/piratería de carácter estacional utilizando la economía marítima como salida; aventuras colonizadoras y migraciones marítimas más masivas, etc.
Por todo ello, a pesar de la presunta pretenciosidad del título del libro, hoy es bastante habitual la opinión de los investigadores en considerar que una “primera era vikinga” tuvo lugar, al menos, entre 1800 y 500 a.C.: los vikingos de la Edad del Bronce.
Brevemente, ¿podría describirnos qué es la “cuestión indoeuropea”?
Ante todo, hay que recordar, y subrayar, que los estudios indoeuropeos nacieron como una disciplina lingüística, a través de la cual se constató el parentesco entre toda una serie de lenguas difundidas por Eurasia. Solo de forma secundaria surgieron, aunque muy pronto, las preguntas sobre quién, cuándo y dónde se había hablado la protolengua a partir de la cual se habían originado estas hablas indoeuropeas. La arqueología, la mitología, la antropología, la etnología y, últimamente, la paleogenética se vieron inmediatamente implicadas en la investigación, lo que evidenció la necesidad de abordar de forma interdisciplinar la “cuestión indoeuropea”, aunque, todo hay que decirlo, esta multiplicidad de enfoques y perspectivas en ocasiones solo haya aportado debates y controversias. Así que, a la constatación de una lengua originaria protoindoeuropea, hay que añadir las otras hipótesis secundarias como son el hábitat original (en el sentido de área geográfica de existencia y convivencia lingüística, y no en el de entidad política), el pueblo étnico indoeuropeo (si es que lo hubo como modernamente entendemos el concepto de pueblo) y su estructura ideológica (religiosa, política, social).
La idea de partida de esta incesante e inconclusa búsqueda se fundamentaba en una simple deducción: la existencia de una primitiva protolengua, anterior a la dispersión étnica y lingüística, presuponía también la existencia de un pueblo hablante de dicha lengua, y obviamente, como lógica consecuencia, ese pueblo debía residir en un ámbito geográfico determinado. Adriano Romualdi expresó esta idea básica de forma magistral: el estrecho parentesco entre las lenguas indoeuropeas obligaba a deducir que todas ellas derivan de una única lengua originaria (Ursprache), que había sido hablada por un único pueblo (Urvolk) en una antiquísima patria de origen (Urheimat), para ser difundida posteriormente en el curso de una serie de migraciones por el inmenso espacio que se extiende entre el Atlántico y el Índico.
Durante dos centurias, los eruditos de diversas disciplinas han intentado localizar el lugar de origen de los indoeuropeos y rastrear sus migraciones a través de Eurasia hasta sus receptáculos históricos. La presunción de que la lengua protoindoeuropea debió surgir, evolucionar y expansionarse a partir de una determinada localización geográfica, con toda su evidencia, pronto se convertiría en una búsqueda obsesiva, habitualmente científica, pero también ideológica, y otras esotérica, en ocasiones incluso fantástica. Se han encontrado hogares indoeuropeos prácticamente en todas las áreas geográficas de Eurasia y en todos los tiempos (desde el Paleolítico hasta una fecha tan reciente como 1200 a.C.).
Así que la “cuestión indoeuropea” es la búsqueda ‒sustancialmente lingüística, apoyada por la arqueología y otras disciplinas‒ de los protoindoeuropeos y la del lugar donde fue hablada su lengua inmediatamente antes de su dialectización.
Los estudiosos comprimen el protoindoeuropeo en algún momento entre 4000 y 2500 a.C. en Eurasia. En este intervalo, lamentablemente muy amplio, debieron producirse tanto las expansiones indoeuropeas como las divergencias lingüísticas de esta familia, pero no antes. Y siguiendo el método propuesto por J.P. Mallory sobre el “centro de gravedad” (la relación interna entre las diferentes lenguas-hijas indoeuropeas proporciona una indicación de la localización anterior de la lengua-madre), resulta más sencillo explicar la antigua distribución atestiguada de las lenguas indoeuropeas a partir de un centro que se situaría en algún lugar entre el mar Báltico y el mar Negro. Afinando todavía más y observando que, en el alba de los tiempos históricos, todas las culturas de Europa central eran de lengua indoeuropea –incluyendo a los pueblos que se expandieron hacia el Oeste (celtas), hacia el Sur (griegos, itálicos) y hacia el Norte (germanos), debe concluir que esta “Europa media” tiene todos los ingredientes para ser el hogar principal de difusión de los pueblos de cultura y lengua indoeuropeas.
Usted es partidario de un origen europeo centro-septentrional de los indoeuropeos. ¿Cuáles son los fundamentos de esta hipótesis?
Hay cierto consenso entre los especialistas en considerar la cultura de la Cerámica Cordada como la primera auténtica y plenamente indoeuropea. A partir de aquí, los indoeuropeístas se dividen en dos grupos: por un lado, los que estiman que esta cultura fue una creación de los invasores nómadas procedentes de las estepas eurasiáticas; por otro, los que consideramos que esta cultura es heredera de otra anterior localizada aproximadamente en el mismo ámbito geográfico y de la que conservaría sus principales rasgos. Se trata, en definitiva, de la sempiterna tensión entre los que buscan las raíces indoeuropeas en desaparecidos “pueblos-fantasma” a miles de kilómetros de distancia y los que las encuentran lógicamente en el mismo lugar y en el mismo pueblo autóctono donde se sucedieron los acontecimientos.
La cultura de la Cerámica Cordada, también llamada cultura del “hacha de combate”, hace su aparición a partir de 3100/3000 a.C. y termina hacia 2200/1900 a.C. Esta cultura habría cubierto, en su apogeo hacia 2500 a.C., un territorio muy amplio, extendiéndose por el Norte y el Oeste de Europa, por Alemania y los Países Bajos hasta el Sur de Escandinavia y Suecia, y por el Norte y el Este, a través de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y los Países Bálticos, hasta Rusia central, el curso medio del Dniéper y el curso superior del Volga. En su parte norte, su presencia se relaciona con los monumentos y tumbas megalíticos. En su parte sur, experimentó la influencia de la cultura del Vaso Campaniforme que se extendía de los valles del Rin y del Danubio hasta las Islas Británicas, Francia y la Península Ibérica, aunque quizás esta última fue una prolongación o evolución “disidente” de la primera. De la mezcla de ambas corrientes surgirán, a finales del III milenio a.C., la cultura de Unetice en el sureste y la de Lusace en el Báltico, predecesoras del complejo cultural de los Campos de Urnas (considerado protoceltoitálico). En cualquier caso, en la cultura de la Cerámica Cordada se encuentra el origen del superestrato lingüístico que conduciría a las innovaciones compartidas por las lenguas germánicas, célticas, itálicas y baltoeslavas.
Una cultura inmediatamente antecesora de la Cordada es la cultura de los Vasos de Embudo, que aparece hacia 4400/4000 a.C. y se desarrolla hasta aproximadamente 3500/3400 a.C. Su marco geográfico más preciso se extiende de la cuenca del Elba en Alemania y en Bohemia, con una extensión occidental en los Países Bajos, otra septentrional en Escandinavia (toda Dinamarca, hasta Uppland en Suecia y hasta la bahía de Oslofjord en Noruega) y otra oriental hasta una zona indeterminada al este del Vístula. La cultura Embudiforme nació de la fusión entre los agricultores-ganaderos de la cultura centroeuropea de la Cerámica de Bandas y los cazadores-pescadores-recolectores de la cultura septentrional de Ertebølle-Ellerbek, siendo los primeros dominados por los segundos en un complejo proceso de interacciones e influencias mutuas que darán nacimiento a una sociedad muy jerarquizada. La de Ertebølle se enmarca en una larga tradición de culturas nórdicas paleolíticas y neolíticas cuya forma de vida se mantuvo prácticamente intacta hasta la llegada de la agricultura y la ganadería.
No sabemos cuál de estas dos últimas culturas aportaría su carácter protoindoeuropeo o si este fue fruto de la fusión. El vocabulario reconstruido relativo a la fauna y la flora, que, recordemos, es típico de la Europa templada (el nombre para el “haya” es el ejemplo más claro), encaja perfectamente con la Europa al norte del Danubio. Pero, según el indoeuropeísta Jean Haudry, la cultura de los Vasos de Embudo se corresponde con la imagen que la tradición y la paleontología lingüística nos proyectan: allí encontramos a un mismo tiempo la ganadería y la agricultura, el caballo, el carro, el hacha de combate, los asentamientos fortificados y huellas de una sociedad jerarquizada. Además de Jean Haudry, autores como Lothar Kilian, Carl-Heinz Boettcher, Cicerone Poghirc, Alexander Häusler y Helmut Schröcke, entre otros, la identifican, sin dudar, con la comunidad protoindoeuropea.
Así que no soy el primero ni el último en defender esta hipótesis nórdica, o mejor centro-septentrional europea, aunque sí que soy el primero en hacerlo en España. Por lo demás, aquí he intentado describir esta sucesión de culturas de la manera más simple posible, a pesar de que las secuencias e interferencias culturales son mucho más complejas de lo que aquí he podido exponer y a sabiendas de que se trata de una materia difícil de digerir, pero en el libro se describen estas culturas con mucho más detalle y se explican los elementos que señalan incuestionablemente el carácter protoindoeuropeo de la cultura de los Vasos de Embudo.
Esta hipótesis “nórdica” de los indoeuropeos, ¿no es la misma que se defendía en la Alemania nazi respecto a los arios o indogermanos?
En efecto, es muy similar en cuanto a la localización geográfica, pero diferente en la argumentación. Pero antes que los nazis, los especialistas alemanes ya mantenían, al menos desde el siglo XIX, que el origen de los indogermanos (como entonces se denominaba a los indoeuropeos) debía buscarse en la Europa del Norte. Lo que significa que no fueron los nazis los que inventaron la hipótesis, sino que la utilizaron en provecho de sus políticas racialistas y expansionistas, al situar a Escandinavia (y, por tanto, a Alemania como producto de los movimientos de poblaciones nórdicas) en el mismo centro del área original de los indoeuropeos. En mi libro he planteado la hipótesis centro-septentrional del origen de los indoeuropeos de una forma aséptica, pero soy consciente de que los desarrollos y conclusiones de la antropología y la arqueología nazis respecto a la cuestión de los indoeuropeos, coincidente en muchos extremos con mi propuesta, tienen un excesivo peso a la hora de rechazar dicha hipótesis por meras cuestiones políticas e ideológicas, lo que no beneficia, desde luego, a la libre investigación.
La hipótesis “estépica”, es decir, la que propugna un hogar de origen indoeuropeo en las estepas póntico-caspianas es, como usted mismo reconoce, mayoritaria. ¿Qué argumentos utiliza para deslegitimarla?
La escuela mayoritaria sobre el origen de los indoeuropeos sigue defendiendo obstinadamente la hipótesis de una patria original en las estepas de Rusia y Ucrania meridionales, hipótesis presuntamente reforzada por ese laboratorio ideológico constituido en torno a los estudios genéticos de ADN antiguo, de los que las publicaciones “científicas”, particularmente las del mundo anglosajón, intentan extraer conclusiones lingüísticas de unos hechos migratorios que, por supuestamente reales, no son la candidatura idónea para calificar a una población como de lengua indoeuropea sin la prueba fehaciente ‒y lamentablemente ausente‒ de los testimonios escritos y sin la confirmación de la investigación arqueológica. Se trata de la hipótesis Yamna, que supone una renovación o una validación de la hipótesis Kurgan formulada por Marija Gimbutas.
Según esta hipótesis, un pueblo de las estepas pónticas eurasiáticas (entre los mares Negro y Caspio), pastores nómadas y ganaderos, depredadores guerreros montados a caballo y con carros de ruedas, que utilizaban tanto para el transporte como para el combate, con singulares ritos funerarios, innovadora metalurgia y singular alfarería, comienzan a invadir Europa, en sucesivas oleadas migratorias, imponiéndose a los pacíficos cazadores-recolectores-agricultores. Hacia 2000 a.C., las aguerridas bandas de nómadas esteparios habrían alcanzado la península ibérica y las costas atlánticas, pasando a las islas británicas, tras una frenética carrera de invasión y conquista, arrasando a su paso con las primitivas culturas precivilizacionales europeas, agrícolas, pacíficas, matriarcales e igualitarias. Estos supuestos ancestros yamnayas nos habrían transmitido, por línea paterna, los característicos haplogrupos genéticos R1a y R1b, que son los más representativos de los europeos actuales, con un predominio del primero en el Este y del segundo en el Oeste.
Esta teoría ha recibido numerosas críticas, incluso procedentes de antiguos partidarios, calificándola de “fantástica”. Las críticas son de orden no solo lingüístico y arqueológico, sino también de orden cronológico y genético. En cuando a la cronología, la formación y desarrollo de la cultura Yamna se produce en un momento en el que la cultura de la Cerámica Cordada, que ya hemos visto que es considerada como la primera auténticamente indoeuropea, se encuentra ya plenamente constituida, por lo que las presuntas migraciones de los Yamnayas no pudieron llevar consigo la protolengua a la zona donde esta ya era de uso común. Y en cuanto a la paleogenética, se ha demostrado que los haplogrupos R1a y R1b ya eran corrientes entre la población paleoeuropea antes de la supuesta llegada de los invasores Yamnayas.
No pretendo entretener en exceso al lector con todos los elementos que desmontan la hipótesis estépica, de la que ya doy buena cuenta en mi libro y que aquí es imposible exponer. En la actualidad, no obstante, las estepas póntico-caspianas se consideran únicamente como un hogar secundario de los indoeuropeos (derivado también de migrantes procedentes de la cultura de los Vasos de Embudo) que tuvo influencia en la formación de las lenguas baltoeslavas e indoiranias. Como mucho ‒se trata de una hipótesis que considero revolucionaria‒ las incursiones de los nómadas esteparios pudieron romper el conjunto indoeuropeo constituido en el centro-norte del continente con el resultado de una dispersión y consiguiente dialectización en las hablas indoeuropeas históricas que conocemos.
Incluso el genetista David Reich, autor del estudio y del libro que parecía confirmar la hipótesis estépica desde el punto de vista de la paleogenética, ha tenido que reconocer que estas investigaciones no resuelven la cuestión del territorio de origen de las lenguas indoeuropeas, todo lo más la existencia de migraciones de las poblaciones de la cultura Yamna. Pero las oleadas invasoras de estos kurganes o yamnayas hablantes de una primigenia protolengua indoeuropea nunca existieron en la forma concebida por los defensores de esta hipótesis.
La otra hipótesis, la “anatólica”, que hacía proceder a los indoeuropeos de los agricultores de Oriente Medio, ¿todavía está vigente?
La hipótesis del origen anatólico de la protolengua indoeuropea y su posterior difusión a partir de una cuna minorasiática fue propuesta, especialmente, por Colin Renfrew, aunque no fue el primero. Puede resumirse sencillamente. La difusión de las lenguas indoeuropeas se confundiría con la introducción progresiva en Europa, a partir de un hogar de origen situado en Anatolia central, en la actual Turquía, de un nuevo sistema de producción caracterizado por la cultura del trigo y la cebada, así como de la crianza de ovejas y cabras, de vacas, de bueyes y de cerdos. Los protoindoeuropeos serían, entonces, los primeros agricultores neolíticos que, a partir del VII milenio a.C., habrían aportado y transmitido un nuevo modo de vida a las poblaciones mesolíticas europeas. La progresión de la protolengua y su ulterior diferenciación se explicaría, entonces, mediante el cultivo de nuevas tierras por sucesivas generaciones y por la superioridad del nuevo modo de producción sobre el antiguo, es decir, todo lo contrario de la hipótesis de invasión y conquista protagonizada por los pueblos nómadas y pastores de las estepas eurasiáticas. En tercer lugar, porque la cronología propuesta, demasiado remota, resulta insostenible. Y, en cuarto lugar, porque si los indoeuropeos hubieran sido los difusores de la agricultura, lógicamente deberíamos encontrar un gran número de palabras sobre la misma en sus lenguas, pero es justo todo lo contrario lo que encontramos (es decir, un vocabulario muy rico en términos relativos al ganado y al pastoreo). Esta teoría se encuentra hoy desacreditada y prácticamente abandonada.
¿Cómo pueden explicase las causas de la expansión de los pueblos indoeuropeos desde el Atlántico hasta el Pacífico?
La expansión de los indoeuropeos es un complejo proceso de acumulación de diversos factores inherentes a una sociedad jerárquica, guerrera y aventurera por excelencia.
Los dos elementos de progreso que jugaron un rol esencial en la expansión de las tribus indoeuropeas durante la Edad del Bronce son el caballo y el bronce. En la primera mitad del II milenio a.C., hizo su aparición una nueva invención guerrera y de prestigio, el carro de ruedas con radios. El caballo ya había sido domesticado en las estepas eurasiáticas a partir del V milenio a.C., primero por su carne, después como animal de carga y de tiro, y finalmente como montura. El sacrificio del caballo en los rituales funerarios de los indoeuropeos es una clara manifestación del significado religioso de este animal, así como de símbolo del poder entre reyes y guerreros. La rueda también está documentada en Europa a partir del IV milenio a.C., aunque de forma más tosca y maciza. La invención de la rueda de radios permitió crear vehículos mucho más maniobrables y rápidos, que también se encuentran en las tumbas de la élite europea. El carro y la lanza, al igual que la espada, aportaron nuevas técnicas de lucha, pero también un gran prestigio a sus propietarios.
La fabricación y el manejo de estas nuevas panoplias guerreras de las élites requerían conocimientos y habilidades especializados. Las antiguas mitologías, igual que las investigaciones etnológicas, nos muestran el prestigio del que gozaban los metalúrgicos, frecuentemente considerados como magos, poseedores de conocimientos secretos, prestigio que compartían evidentemente con los guerreros. De hecho, la arqueología nos revela en esta época, por toda Eurasia, transformaciones ideológicas esenciales. Las representaciones femeninas, típicas del Paleolítico y del Neolítico, desaparecen en beneficio de la representación de guerreros masculinos con armas, carros, navíos y representaciones de astros. Tales representaciones son comunes, en la misma época, en el arte rupestre europeo, desde los Alpes a Escandinavia.
Por otra parte, existía una amplia red aristocrática de intercambios de bienes de prestigio, técnicas, conocimientos e ideologías, que se pone en marcha en la Edad del Bronce, durante el II milenio a.C. en todo el vasto espacio eurasiático. Así pues, las élites guerreras habrían compartido una ideología aristocrática común en esta época, difundiéndose globalmente por toda Eurasia, circulando los relatos míticos y las epopeyas en todas las direcciones.
La Edad del Bronce vio por primera vez en la historia la instauración de vínculos políticos de larga distancia y el desarrollo de desplazamientos e intercambios organizados entre núcleos poblacionales que generaron una demanda constante de materias primas, así como de núcleos periféricos que demandaban conocimientos y objetos materiales. Se puso así en marcha una dinámica que transformó Europa aproximadamente hacia 2000 a.C. para abastecerse de estaño, oro y cobre indispensables para estas sociedades. Por primera vez, probablemente, se establecieron exploraciones y contactos con estos fines entre la Europa Central y el Mediterráneo Occidental con motivo de la explotación de los yacimientos de estaño y de ámbar.
Esta época es un auténtico periodo de transición, incluso de profundos cambios sociales y culturales, que verá el surgimiento de una formidable clase de guerreros y provocará un enriquecimiento, a veces espectacular, de “príncipes” cuyas tumbas y huellas monumentales jalonan toda Europa de Norte a Sur. Se observa así un tipo de desigualdad social basado en complejas unidades constituidas por una familia de base que disfruta de un estatus superior. La sociedad de estos pueblos era patrilineal y dominada por una férrea organización jerárquica masculina: una sociedad estructurada muy jerárquicamente en torno a un grupo de hombres que ostenta las supremas jefaturas de los diversos clanes y familias tribales. Estas familias “aristocráticas”, además, formaban entre sí fuertes vínculos políticos, por vía del matrimonio y/o de la alianza (militar o comercial).
A principios del II milenio a.C., las innovaciones en el arte de la guerra dieron nacimiento, a través de toda Europa central y septentrional, a una nueva clase de guerreros especialistas provistos de nuevas competencias, lo cual debió tener importantes implicaciones socioeconómicas, así como la fundación de una ideología aristocrática vinculada a la guerra y al mando político. Esta nueva situación, además, exige contemplar la migración de pequeños grupos de guerreros bajo el mando de jefes a lo largo de las rutas marítimas y fluviales en busca de intercambios comerciales, de nuevas tierras para asentamientos o de poblaciones a las que imponer al pago de tributos a cambio de protección o, simplemente, someterlas a sus acciones de saqueo de forma idéntica a como actuaron los escandinavos en la época vikinga. Una élite bastante reducida, pero muy poderosa –las “jefaturas”–, controlaba los recursos, los medios de producción y las rutas comerciales, principalmente gracias a un cuerpo de guerreros especializados y a una organización político-religiosa descentralizada que debió permitir a la aristocracia dominante consolidarse y perpetuarse en el tiempo y en el espacio con un repertorio de vínculos no solo genéticos y ancestrales sino también políticos y económicos.
La expansión de los pueblos de lengua indoeuropea fue, en primer lugar, violenta, hecha a base de conquistas militares, utilizando como punta de lanza de estas conquistas a las bandas de jóvenes guerreros. En efecto, la historia de la expansión de los pueblos indoeuropeos anterior a la formación de entidades estatales dotadas de ejércitos organizados, nos muestra que fue principalmente debida a estas tropas de jóvenes guerreros, especialmente a través de prácticas rituales conocidas como Ver sacrum (primavera sagrada) entre los pueblos itálicos y Männerbünde entre los pueblos germánicos. Las conquistas llevadas a cabo por estos jóvenes guerreros indoeuropeos se ejercieron tanto a expensas de pueblos no indoeuropeos como indoeuropeos. Pero el arcaísmo de los métodos bélicos de estas tropas de jóvenes no deja lugar a dudas sobre la antigüedad de estas sociedades de guerreros. Está fuera de toda discusión que las primeras expansiones de los indoeuropeos estuvieron fundamentadas, ampliamente, en la acción de estos grupos. Bandas no muy numerosas, pero muy activas militar y sexualmente, pues tuvieron un gran éxito reproductivo, seguramente por disfrutar de ventajas en la competición por las parejas femeninas, al ocupar la cúspide del poder simbólico, religioso, político, militar y social.
En esta época, los pueblos se forman por etapas a partir de prestigiosos pequeños grupos portadores de un núcleo de tradiciones étnicas, políticas y religiosas, entre las que la creencia en un origen común tendría un lugar fundamental al servicio de las jefaturas que posteriormente darían lugar a la formación de las realezas. Así, fueron pequeños grupos constitutivos de una élite aristocrática o estirpe real los que protagonizaron los desplazamientos migratorios agrupando a otras comunidades de distintos orígenes étnicos bajo nuevas entidades sociopolíticas.
En muchos casos, estos grupos indoeuropeos ‒familiares o tribales‒, relativamente amplios, constituían la “avanzadilla” de otros grupos más masivos con los que conservaban un mismo origen étnico, ya fuera por tradición, lengua o vínculos de parentesco. Los primeros formaban una aristocracia guerrera y sagrada que se apropiaba de un territorio mediante conquista, expulsando a las élites locales, ocupando su posición de dominio y transfiriendo su lengua, sus creencias y sus tradiciones a las poblaciones indígenas.
A todo ello contribuyó, sin duda alguna, la maestría de los indoeuropeos en el arte de navegación fluvial y marítima. Los navíos construidos en Noruega, Suecia y Dinamarca en la Edad del Bronce tenían ya una capacidad para embarcar a 50 hombres. Con tales navíos, estos nórdicos llegaron a la actual Inglaterra y descendieron por el Atlántico o por los grandes ríos de Europa, viajando a bordo de los mismos, desde el Norte hasta las penínsulas ibérica, itálica, balcánica y anatólica en el Sur. No solo fue por mar, también en tierra firme el agua se convirtió en camino de guerra y de comunicación. Los barcos recorrieron los mares del Norte y Báltico, pero también penetraron profundamente el continente por sus principales ríos (con el Danubio en un lugar destacado) y atravesaron todo el continente eurasiático.
La autoctonía o el carácter migratorio de los pueblos itálicos y de los griegos de lenguas indoeuropeas provocó un intenso debate que todavía sigue vivo. ¿Qué puede decirnos al respecto?
Desgraciadamente, siempre hay intereses nacionalistas que reivindican la autoctonía de sus antiguos pobladores sin ninguna base científica. En el caso de la península itálica prehistórica, la cohabitación en la misma de pueblos indoeuropeos (como los que originaron el nacimiento de Roma) y no indoeuropeos (como los etruscos) parece reafirmar la idea de que los primeros eran alógenos. En la mayoría de los casos, la instalación de nuevos grupos étnicos indoeuropeos fue el resultado de pequeños núcleos humanos, que llegaron desde el Norte, tanto a través de los Alpes como del Adriático, y cuyo asentamiento se produjo durante un largo período de tiempo, mediante una infiltración lenta pero constante. Las primeras oleadas indoeuropeas del II milenio a.C., procedentes de Europa Central, tenían fuertes afinidades nórdicas con la cultura cordada, la de las catacumbas, la de Unetice, las célticas de los túmulos y campos de urnas, que se manifestaron en la cultura itálica de las Terramaras en la Edad del Bronce, y también, aunque de forma más precaria, en la llamada cultura apenínica, pero cuyas características nórdicas también manifiestan fuertes afinidades con la cerámica y la metalurgia de Europa Central. Los grabados rupestres de Val Camonica fueron realizados por un pueblo cuyas raíces ancestrales eran las mismas que las del pueblo que grabó los petroglifos de Tanum (Boshulän, Suecia).
En el caso de los griegos sucede algo similar, solo que los distintos grupos étnicos (aqueos, eolios, jonios, dorios) penetraron en distintas oleadas desde el norte de los Balcanes y sometieron a toda la Grecia predindoeuropea (los pelasgos) a una auténtica inmersión lingüística. La “invasión” dórica supuso el punto culminante de la indoeuropeización de Grecia. Pero no podemos aventurar, como sucede también con los itálicos, un lugar de origen más allá de la Europa central y danubiana. En cualquier caso, parece demostrado que itálicos y griegos de lengua indoeuropea no eran los pobladores primitivos de estas penínsulas mediterráneas.
Los tocarios, un misterioso pueblo en los confines de China, de los que se encontraron las famosas momias del Tarim, de rasgos europoides similares a los que la tradición nos informa que poseían los celtas. ¿Qué hay de cierto en todo esto?
La celebridad de los tocarios se debe al hecho de que, a partir de los años 1980, el descubrimiento, en el oeste de China (región autónoma de Xinjiang, Turkestán oriental), de momias de cuerpos humanos (momificados naturalmente por la sequedad de la región) con características físicas de tipo europoide, antiguas de dos a cuatro mil años, evidenció que, ya entre el IV milenio a. C. y principios del II milenio a. C., existía en ese extenso territorio una población de aspecto europeo, muchos de cuyos individuos eran de cabellos rubios o pelirrojos y de ojos claros. Es famosa la descripción que hizo Plinio de los enigmáticos “seres” del extremo oriental de la Ruta de la Seda: superaban la estatura común, tenían los cabellos rojizos, los ojos azules, la voz horrible y no hablaban con los extraños. Es decir, altos, pelirrojos, de ojos azules y de acento extranjero, o sea, claramente europeos y más de tipo nórdico que mediterráneo u oriental.
El aspecto físico de los agni-kuchi (conocidos popularmente como tocarios) se conoce por los frescos pintados en los santuarios de la región que habitaban: los cabellos de los hombres son de un color rojo luminoso, quizás por efecto de un tinte de henna, pero los ojos azules solo pueden caracterizar a una población originaria de Europa del Norte. Y qué decir de las “momias del Tarim”, presuntamente pertenecientes a individuos de estos pueblos, descritas por primera vez por el arqueólogo Victor Mair: cabellos ondulados, rubios o rojizos, narices largas y rectas, ojos no rasgados y huesos alargados, el color de su piel era el típico de las poblaciones blancas europeas.
El material funerario y la vestimenta de estas «momias» (idéntica a los «tartanes» celtas encontrados en el área cultural de Hallstatt) también resultan muy interesantes, así como, por ejemplo, la presencia de símbolos solares, como espirales y esvásticas, representados en los arneses y guarniciones de los caballos, lo que vincula de nuevo a este pueblo con los antiguos indoeuropeos en términos culturales. El tejido utilizado para confeccionar las ropas de este “pueblo de las momias” era la lana, que solo pudo ser llevada a Oriente por gente procedente de Occidente.
¿Qué lugar ocupa la Celtiberia en su libro?
Ciertamente, con algunas honrosas excepciones, el interés mostrado por los celtíberos es bastante escaso. Y esta lamentable perspectiva también se ha trasladado a mi libro.
Los íberos, con toda evidencia, eran los pobladores autóctonos ‒descendientes de los cazadores-recolectores de la Europa Occidental‒ de la Península Ibérica antes de la agricultura neolítica y de la llegada de los indoeuropeos, pero a pesar de que compartían ciertas características comunes, no eran un grupo étnico homogéneo, con influencias orientalizantes en muchos casos. El parentesco entre las lenguas ibérica, vasca y aquitana se traduce mediante algún factor cultural que justifica la expansión de esta familia lingüística en tan amplio territorio (me remito a mi artículo La paleogenética y el origen de los vascos, en este mismo periódico digital).
Por su parte, los celtas ocuparon el centro y el oeste de la Península Ibérica posteriormente. Según Martín Almagro Gorbera, la génesis de la cultura céltica peninsular, tras recibir aportaciones del Bronce atlántico y a través de un complejo y dilatado proceso de aculturación y etnogénesis en el que tendrían cabida influjos culturales de otras áreas, terminaría dando lugar a la zona nuclear de Celtiberia, responsable de la celtización del resto del territorio peninsular considerado céltico. Resulta imposible concebir que una sola etnia céltica, uniforme y homogénea desde un punto de vista antropogenético, pudiera ocupar la enorme extensión espacial del mundo céltico, por lo que deben barajarse tanto la teoría de la gradual difusión de la cultura y la religión célticas, como la expansión de una fuerte pero minoritaria élite aristocrática celta superpuesta jerárquicamente a las poblaciones autóctonas, o más bien, de ambas hipótesis actuando conjuntamente. Así que debemos hablar de una Península Ibérica celtizada más que céltica propiamente dicha. En cualquier caso, las indicaciones de la toponimia y la hidronimia transmiten una gran influencia de la colonización céltica en España.
El origen de los celtas tiene una hipótesis mayoritaria que es la “centroeuropea”, siguiendo la secuencia Campos de Unas-Hallstatt-La Tène, y la “celtoatlántica”, a la que dedico varias páginas de mi libro. El propio Martín Almagro Gorbea propuso una teoría, pionera de la corriente atlantista, explicando que el origen de los celtas ibéricos resultaría de una compleja mezcla de dos substratos: uno protocelta vinculado al Bronce atlántico y otro centroeuropeo llegado durante la Edad del Hierro. Los impulsores de esta hipótesis, John T. Koch y Barry Cunliffe, todavía van más lejos al proponer el origen de las lenguas célticas en la Península Ibérica y su posterior extensión a las Islas Británicas y después a Centroeuropa. Por su parte, Xaverio Ballester delimita el marco geográfico natural de las lenguas célticas habladas hacia el primer milenio a.C. a lo largo de las rutas marítimas del Atlántico, de Portugal a Gran Bretaña. Y Ramón Sainero todavía va más lejos y asegura que el origen de las lenguas célticas se encuentra en el antiguo reino de Tartessos, en el suroeste de la Península Ibérica.
¿Cómo eran, desde un punto de vista fisiológico y antropológico, los indoeuropeos?
Esta es una cuestión muy sensible, derivada del histérico y oscurantista antirracismo que hoy impera en Occidente, pero también es una cuestión que no debe soslayarse pues es una de las herramientas esenciales para las disciplinas arqueológicas, lingüísticas y antropológicas. El historiador de origen ucraniano Iaroslav Lebedynsky, autor especialista de los pueblos de la estepa eurasiática, ya se preguntaba si existían características físicas cuya presencia y difusión pudiera estar relacionada con los indoeuropeos. A un nivel muy general, resulta bastante evidente que los indoeuropeos eran de tipo “europoide” (un término, por lo demás, bastante extenso e impreciso) o pertenecientes a tipos mixtos (entendiendo por ello, por ejemplo, a los mediterráneos).
Las descripciones que los autores antiguos hacían de los distintos pueblos indoeuropeos con los que tuvieron contacto, y que han llegado hasta nosotros, coinciden en lo esencial: hombres de estatura media-elevada, de complexión robusta y con la piel, los cabellos y los ojos de pigmentación clara, en definitiva, como recordaba Georges Dumézil, una descripción antropológica que abarca a los tres tipos físicos presentes en Europa, con un cierto predominio ‒como subrayan Jean Haudry y Lothar Kilian‒ del elemento nórdico, al menos originalmente.
Por ejemplo, los autores antiguos veían a los celtas de forma bastante monolítica, como altos, rubicundos y de piel blanca, aunque las tumbas que proporcionan objetos atribuibles a la civilización céltica no revelan esqueletos con características osteológicas uniformes (tanto dolicocéfalos como braquicéfalos). Tácito describía a los germanos con las siguientes características físicas: ojos fieros y azules, cabellos rubios, cuerpos grandes. Los francos eran descritos por Sidonio Apolinar diciendo que de la parte superior de la cabeza descienden los cabellos rojizos, todos caídos sobre la frente, mientras que la nuca está afeitada, sus ojos son claros y transparentes, de un color gris azulado. El historiador romano Claudiano se refería a los godos como aquellos hombres de color extraño, los “rubios escuadrones”. Y Amiano Marcelino los describía como altos y bien parecidos, su pelo normalmente rubio y sus ojos terriblemente fieros. Estos autores antiguos consideraban a los originarios eslavos como grandes rubios dolicocéfalos idénticos a los germanos, de los que solo diferían por el color menos claro de sus cabellos. En los textos sagrados hindúes los invasores indoarios son rubios (los hari). Ya hemos hablado anteriormente sobre las descripciones físicas de los llamados tocarios. También los dioses y los héroes de los griegos homéricos son descritos, en algunos casos, como rubios o de cabellos dorados como el sol, de piel blanca como la nieve y de ojos con el iris azul como el cielo. Quizás estas apreciaciones solo sean intuiciones o visiones sesgadas del “otro”. Pero las referencias antiguas al elemento nórdico son alusiones al tipo ideal clásico que abunda en las descripciones de los dioses y los héroes desde la Celtia a la India, pasando por Grecia, Roma, Tracia, Armenia y Germania. Quizás los antiguos no entendieran de antropología física, pero eran unos grandes observadores de las culturas ajenas a las propias y unos aficionados aventajados de la etnología. No obstante, hay que señalar que, según toda evidencia, el elemento físico que hemos denominado “europoide” no estaba única y exclusivamente compuesto por hablantes indoeuropeos, puesto que antes del definitivo arraigo de los indoeuropeos en todo el continente eurasiático, existían otros pueblos que también se consideran pertenecientes a dicho tipo y que los historiadores denominan “preindoeuropeos”, derivados de las culturas neolíticas que también darán nacimiento a las grandes culturas, como la megalítica, de nuestros ancestros más remotos.
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