Pasados veinte años desde el atentado de las Torres Gemelas y diez desde que Bin Laden fue supuestamente cazado en Pakistán, se sigue sin entender bien por qué el gobierno Obama decidió dar por finiquitado el episodio terrorista neoyorquino con la gran mentira de un paquete lanzado al mar con los restos del temible saudí dentro. Esta farsa la consintieron los medios hoy dominantes, y la aceptaron por tanto, pero no por ello han conseguido acallar las voces que reclaman de la administración política americana alguna prueba mínimamente homologable. En Bin Laden regresa a Nueva York se cuenta la historia del mayor Frank Gershwin, la última persona que vio a Osama bin Laden en Bagdad, justo antes de que se iniciara la invasión de Irak por el ejército americano. Alarmado por tanta mentira como luego vio y escuchó, y apartado del ejército, contó con el periodista Marc Levine para reunir las pruebas que certifican lo que sucedió en realidad, algo muy distinto a la historia oficial. Al iniciar su aventura no contaban con tener que asumir tan grandes peligros, pero mucho menos con descubrir que el episodio bin Laden, los atentados, y la propia invasión de aquel territorio esconden una putrefacción que cala muy profundo en el sistema político de todas las naciones de Occidente. El interés de unos pocos superpoderosos sobrevuela por encima de los gobiernos, pero, al contrario de lo que se suele pensar, su interés no va encaminado a acumular más poder o capital, que lo tienen todo, sino a forzar una transformación caprichosa del mundo a espaldas de las verdaderas necesidades de los ciudadanos. Forma esta gente el llamado “estado profundo”, desde el cual están consiguiendo imponer sus inconfesadas reglas de juego, que en este libro se desvelan. A causa de ello medio Occidente vive hoy bajo una tiranía perversa que sus habitantes desconocen. Llega a tal punto el sometimiento que estos padecen, que lucen las cadenas con las que los privan de libertad como si fueran joyas.
¿Te gustan mis cadenas?
Lucen bien, ¿verdad?