El infantilismo es una actitud frente a las relaciones humanas que se caracteriza por tener un ánimo carente de perspectiva confrontacional: es decir, el tener la actitud de clausura y cancelación frente al que disiente del ser infantil. Esto es, del que disiente de mí, ¡Que tengo la pura razón! La verdad de una filosofía, la inocua y espuria santidad doctrinal de alguien que dijo, ¡Dogma!
En la facticidad menguante de las trincheras metapolíticas, una cosa es clara: separatismo crítico, infinito, infantil; eso es lo que se huele, se siente. Se gusta, se toca. Puro infantilismo.
¿Por qué sostengo que acontece un separatismo? Sí, en efecto: existe una idea de discusión de sordos, donde nadie se escucha, pero tampoco nadie se ve. Es un separatismo virtual, sin presencia ni lenguaje fáctico. Es un separatismo idealista.
¿Y por qué es crítico? Porque responde a las lógicas dogmáticas de la perfección purista, donde nadie tiene la verdad más que el critica en la infinidad de su ampulosa perfección. ¿Infantil?
¿Hay una suerte de síntoma del infantilismo de izquierda, tal como lo expresa Lenin? Hay pues muchas trincheras que romantizan con ideas nominalmente de Izquierda, pero es un tema de sicología propio de personas que filosófica y discursivamente no son capaces de llegar al fondo del asunto en los pensadores que alaban. Tienen un sesgo de la cuna tal vez, ligado al odio emocional respecto de la declaración frente al liberalismo. Pasa exactamente lo mismo al otro lado, allí en la pueril derecha.
Pero aquí se trata de aprehender el fondo de las cosas, y no dejarnos llevar por impresiones acomodadas por sesgos y gustos exclusivos por algún filósofo u teórico. Se trata pues de ser libre de críticas fundadas en la defensa u rechazo de alguna ideología, se trata de conversar para disipar los deseos de saberse con la justa verdad, a priori, tomada por alguna lectura típica de las redes del mundo virtual.
¿Quién ha de tener la razón en la discusión filosófica que se da entre las trincheras? ¿Acaso el más versado de los exponentes? ¿Quizás el más profundo de los pensadores críticos? ¿O el que conversa a través del que tiene razón y del más profundo de los pensantes? ¿Quién puede apuntar y fijar su crítica en la viga del ojo ajeno? ¿Quién es el gurú, el que tiene el intelecto más vigoroso y vivaz? ¿Quién es justo?
Todas estas interrogantes —y muchas más todavía—, afloran desde un mirada serena y sosegada, sincera y conversada, respecto de los oscilantes vaivenes fervorosos y siniestros de las muchas trincheras que, en su negación dogmática, no conversan, sino que hacen callar el poder del que conversa sabia y prudentemente en la mayéutica.
¿Quién son estos? ¿Críticos literarios? ¿Masones del inframundo? ¿Jueces de virtud? ¿Quiénes son todos ustedes? Que no se me achaque por favor el título de exención: yo también estoy circunscrito a este infantilismo. También yo he masacrado críticamente a las orgánicas o a las personas que intentan, con mucha dificultad, entrometerse en una lucha política que no es para niños, sino para grandes. Esa grandeza del que ha decidido detenerse, pensar y conversar. ¡Dejemos pues de apuntar! Prudencia del que ve diáfanamente la crudeza de las cosas; ¡Dejemos de apresurarnos para cometer el juicio público! Prudencia del que, en la emoción, pero también en la razón, masera su propia idolatría.
Este infantilismo, propio de la realidad tal y como son, allí en el seno de las trincheras metapolíticas, es una actitud confrontacional enfrascada con la pretensión de superioridad moral, incluso de altivos memoriales, pero a la vez, escaza intelección. Es un infantilismo que nos separa, a los unos de los otros, en la defensa dogmática y religiosa del que se sabe partisanamente en la defensa de una tradición teórica. ¿Pero no es legítimo acaso esa actitud? Lo es, sin duda. No obstante, la situación debe ser diferente en la apertura mayéutica que busca ordenar todas las ideas manifestadas por las trincheras, en virtud de un proyecto común y mayor a todas las particularidades. En efecto, dicha obviedad —la de detenerse a conversar—, que refleja al menos, el inicio virtuoso de la maduración del infantilismo busca desterrar de nuestras filas el deseo impulsivo de aquel niño que, en la defensa maternal, no quiere compartir sus juguetes ni quiere escuchar razones ni justificaciones; debemos pues llevar a este niño ególatra al enfrentamiento de sus propios males, malos hábitos y mala crianza. ¡Este niño debe aprehender la crudeza del mundo! Debe entender que está existiendo en un mundo dinámico, complejo, imperfecto, abierto, terrible y maravilloso.
El infantilismo es propio de la actividad inmanente del consejero de escritorio, del que no tiene presencia, del que no canta, del que no piensa, del que está cerrado en su propia verborrea virtual. Es un habitar en el no-mundo, es vivir en las vacilaciones frenéticas del juicio absoluto. ¡Yo tengo la razón! ¡Nadie más tiene el verdadero juicio!
El infantilismo es sin duda una mirada crítica que niega la reflexión y sentencia la conversación al callar, al conformismo del que se supo en sabiduría y cerró las puertas del mundo real y de realidad. El infantilismo es en su justa medida, un periodo sicológico, a veces necesario, en el cual nos encontramos caminando en las posibilidades reales de madurar, de pasar de niños a grandes: de dejar lo que era de niño, en su justo tiempo, para convertirse en adultos responsables del mundo que están generando, del mundo que deben imperiosamente conversar.
En efecto, las trincheras metapolíticas tienen la misión de encontrarse en la conversación mayéutica, en la conversación que destraba y desnuda sus propias y legitimas limitaciones: debemos pues encontrarnos en la conversación que hace madurar lo que, por obra, debe ser causa de lucha en el común de la guerra de mentalidades. La conversación mayéutica descubre nuestras verdades y las contrasta con lo infantil que podemos llegar a ser: la conversación nos enrostra la realidad y la absurda monotonía del que vive infantilmente; el infantilismo metapolítico es la excusa del que no quiere oír, del que no tiene nada que decir fuera de sus propias abstracciones idealistas.
Con todo, y a pesar de todo, las trincheras imbuidas en la guerra de la organización política, tiene dos opciones existenciales: cerrarse en la vivencia infantil de las comunidades virtuales que no producen nada, o abrirse en un volver a las relaciones humanas radicales; esas que se conjugan en la franqueza del que está aquí para escuchar y decir, del que está aquí también para ser escuchado, para hacerse parte de la conversación que en el movimiento portentoso del que ve a su prójimo, se conmueve volitivamente en la profunda idea de Avanzar juntos, en bloque. ¿Acaso seguiremos en la separación? ¿En la quietud, aparentemente ferviente y movediza del mundo virtual? No hay movimiento, menos desarrollado, en la esterilidad del que se niega a conversar, a conocer y entender su propio mundo. Todo esto, por cierto, queridos lectores, es una invitación para que reflexionemos en la realidad de nuestras relaciones, sean éstas virtuales o radicalmente presenciales, en la cual debemos pensar ¿Qué es lo que estamos haciendo?
OBRA PUBLICADA POR JORGE SÁNCHEZ FUENZALIDA